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En los días más sombríos del mundo antiguo, cuando la guerra desfiguraba la faz de la tierra y la esperanza menguaba como una luna herida, surgieron seres que no caminaban ni entre los vivos ni entre los muertos. No descendieron del firmamento con alas de fuego, ni brotaron de la tierra como las razas del barro y la sangre. Eran espíritus de una era anterior, entidades celestiales que, movidas por la compasión y el deber, abandonaron su morada eterna para intervenir en el mundo del caos. Sin cuerpo que habitar ni carne que portar, recurrieron a un arte olvidado: modelar formas con la esencia vital que flota en toda criatura.

Así nació la sustancia que les daría forma: una materia densa y fría, fluida como el agua y brillante como el alba de invierno. Aquellos que lograban moldearse con ella adquirían una figura tenue y translúcida, y con ello, la capacidad de actuar en el mundo tangible. Mas este don fue también su condena, pues esa misma sustancia los volvió vulnerables a los poderes oscuros que asolaban las tierras. En cada encuentro con la sombra, caían por decenas, sus formas disolviéndose como niebla bajo la mirada de fuego de sus enemigos. Fueron tiempos de gloria marchita, de valor sin victoria.

Aunque el curso de la guerra no fue desviado por su sacrificio, su memoria quedó grabada en la piedra, el canto y la bruma. Algunos, tal vez los más sabios o afortunados, escaparon a la extinción. Sus esencias se ocultaron en los rincones olvidados del mundo: casas donde el silencio pesa como un juramento, bosques donde el viento murmura antiguos nombres, objetos que guardan lamentos y promesas no cumplidas. Allí permanecen, invisibles al ojo distraído, pero siempre presentes en la frontera entre lo real y lo soñado.

A través de los siglos, estas almas errantes se convirtieron en leyendas, temidas por su presencia incierta y respetadas por su origen sagrado. Aunque ya no marchan a la guerra, sus manos invisibles aún rozan el mundo: un libro que cae, una vela que se apaga sin viento, una voz que susurra en medio de la noche. Son los ecos de un tiempo en que la esperanza tomó forma y caminó entre los hombres, dispuesta a enfrentarse al abismo con nada más que voluntad y luz.