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Relatos de las Tierras Convergentes

Primer Evangelio: La Creación Santa

Al principio, no había más que dos realidades completamente separadas. Una de luz inalcanzable, colmada de energía viva y danzante. Otra, gris, sombría, desprovista de forma o sentido. En la segunda, criaturas deformes arrastraban sus cuerpos sin rumbo, como restos de un sueño olvidado. Allí no existía la muerte, pero tampoco la vida. Sólo un tormento perpetuo. Fue entonces cuando Dios Todopoderoso, movido por compasión o por horror, decidió intervenir. Desde la esfera de lo inalcanzable, brotó un acto de creación. Se pintó un mundo sobre un lienzo que no era lienzo, y la imagen fue tomando forma en el plano desolado. Surgieron océanos, montañas, ríos y valles. Y en medio de todo ello, el primer milagro: un árbol gigantesco, cuya luz rompió la oscuridad del mundo terrenal. Através de él, los espíritus descendieron por primera vez, tomando cuerpos nuevos y dando inicio a la vida consciente.


Con su llegada, aquello que antes sólo era carne sin alma, comenzó a cambiar. Las criaturas primordiales fueron moldeadas en seres capaces de sentir, de moverse con intención. Algunos se convirtieron en bestias, otros en animales salvajes, y unos pocos, en las semillas de lo que más tarde serían las razas del mundo. Se crearon formas definidas, inteligencias diversas, cuerpos capaces de perdurar. Así nació lo que hoy se conoce como la primera era: la Edad de los Árboles. Durante esta era, la vida prosperó. Los cielos estaban aún al alcance, y los espíritus superiores caminaban entre los suyos. Se forjaron culturas, se levantaron reinos, y durante largo tiempo, el mundo vivió en una calma fecunda. Pero nada que crece lo hace sin fractura. Con el paso de los siglos, aquellos que habían sido enviados como guías comenzaron a retirarse. Ya no eran necesarios. Al menos, no todos pensaban lo contrario.

Primer Evangelio: La Creación Santa


Uno de los suyos no aceptó el curso natural de las cosas. Pensaba que el mundo, en su libertad, caminaba directo hacia el abismo. Quiso imponer un nuevo orden, perfecto, sin margen para el error. Su propuesta fue rechazada. Fue entonces cuando se rompió el equilibrio. Lo que antes era guía se tornó tiranía, y el mundo que había sido modelado con paciencia y detalle fue manchado por el ansia de control. Aquel que había caído, se alzó con nuevos aliados, y la guerra más oscura de todas dio inicio. Así terminó la Edad de los Árboles, y comenzó la Edad Oscura. Las tierras fueron invadidas por criaturas nacidas de cadáveres profanados, por cuerpos sin alma sometidos a una voluntad ajena. El árbol original fue corrompido. La luz que había dado forma al mundo se extinguió, y con ella, la esperanza de muchas generaciones. Cientos de años pasaron bajo esta nueva sombra. Ciudades cayeron, linajes se extinguieron, y el miedo se convirtió en el lenguaje común.


Pero en la oscuridad más densa, algo nuevo brotó. No fue una espada ni un ejército. Fueron frutos. No como los de los árboles comunes, sino reliquias forjadas de lo que quedaba de la luz original. Brotaron en tierra oculta, como un último acto de gracia. Algunos las encontraron. Otros fueron encontrados por ellas. Y con ese poder, las cenizas de la resistencia prendieron una vez más. La guerra no terminó con una victoria clara. El enemigo fue contenido, encerrado, pero no destruido. El precio fue alto, y el mundo que quedó atrás ya no era el mismo. Los héroes cayeron, los reinos se fragmentaron, y el alma de las tierras quedó herida. Aquellos que sobrevivieron levantaron nuevos muros, no sólo de piedra, también de desconfianza. Nadie sabía quién había sido aliado, quién traidor. Se reconstruyó sobre el miedo, no sobre la fe.


Hoy, se dice que la sombra ya no gobierna... pero su aliento sigue presente. Tres eras han pasado. La de la creación floreciente, la de la corrupción total, y la de lo incierto. Esta última no tiene nombre fijo. Algunos la llaman la Era de la Fragilidad. Otros, simplemente, el Tiempo de la Espera. Las razas aún existen, pero ya no caminan juntas. Las heridas no han sanado. Y hay lugares, rincones oscuros, donde aún se oyen susurros que no deberían existir. Pocos recuerdan cómo comenzó todo. Menos aún saben cómo podría terminar. Pero los ecos siguen ahí, escondidos entre raíces muertas, en cuevas que nadie pisa, y en los sueños de quienes aún recuerdan la luz.