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Ah, aquellas criaturas aladas… pocas veces ha contemplado el ojo mortal algo tan resplandeciente y a la vez tan trágico. Surgidas en los albores del mundo, fueron engendradas por manos bondadosas con el propósito de velar por los campos verdes y los bosques encantados. No eran meras custodias de la vida silvestre, sino la encarnación viva del susurro de los árboles, del canto del arroyo, del perfume de la flor en su primer aliento. Sus alas, brillantes como cristales de rocío bajo la luz del alba, danzaban entre los rayos del sol, y en su presencia florecía la armonía natural. Vivían en comunión con otros pueblos del bosque, compartiendo su magia con discreta alegría.

Pero los días de belleza no perduran cuando la sombra despierta. La oscuridad descendió como una niebla cruel, corrompiendo cuanto tocaba, y aquellos seres de luz fueron pronto perseguidos. Las fuerzas de la noche buscaron extinguir todo lo que representaba la pureza del mundo, y las criaturas aladas se vieron obligadas a empuñar su delicada magia como arma. Las vi luchar, no con fuerza bruta, sino con una determinación serena que brotaba de su vínculo con la tierra. Sin embargo, su esencia etérea no resistía el fuego ni el acero oscuro. Bosques enteros cayeron, envueltos en llamas, y con ellos perecieron innumerables guardianas del verdor.

No obstante, tras la guerra, cuando las llamas se extinguieron y el eco del conflicto se desvanecía en los valles, algunas regresaron. Volvieron a los lugares donde los árboles aún susurraban, donde la tierra no había olvidado su nombre. Allí, en lo profundo de los claros y las raíces, comenzaron de nuevo su labor silenciosa: curar la herida de la tierra, devolver la vida donde sólo quedaba ceniza. Quienes han tenido la fortuna de verlas dicen que su luz es más tenue, pero también más sabia; como si hubieran absorbido tanto dolor como esperanza.

Permanecen ocultas, lejos del bullicio de los hombres, pero no han desaparecido. Aún danzan en la niebla del amanecer, aún velan por la semilla que germina en secreto. Se dice que si uno guarda silencio junto a un roble antiguo, tal vez pueda sentirlas. Y así he aprendido que no es la fuerza del cuerpo lo que define a un ser, sino la firmeza de su propósito. Porque aquello que nace para cuidar, aunque sea frágil como un pétalo, se alza ante la sombra con una valentía que ninguna espada puede igualar.