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En los días primigenios, cuando los grandes árboles aún susurraban cantos de antaño y la luz de los astros regía los destinos del mundo, un clan apartado de los caminos del hombre selló un pacto con una de las más elevadas entidades celestiales. De aquel juramento nació una estirpe distinta, tocada por la bendición de la luna. Se cuenta que, mientras la oscuridad se extendía sobre la tierra como un velo de ceniza, estos seres fueron dotados de una luz interior que no podía ser extinguida. Rechazaron el llamado del conflicto directo, optando por refugiarse bajo el amparo plateado de su estrella tutelar, desde donde velaban por los indefensos.

Durante los días aciagos, cuando el mundo se desgarraba en fuego y sombra, actuaron como custodios invisibles. Lejos de los campos de batalla, guiaban a los extraviados hacia refugios ocultos, preservando vidas y memorias del olvido. No blandían espadas ni clamaban por gloria, pues su poder residía en la calma, en el silencio y en la luz serena de la luna. Su obra fue discreta, pero profunda, como el arroyo que no ruge, pero moldea la roca con paciencia eterna.

Cuando por fin el estruendo de la guerra se desvaneció y las heridas del mundo comenzaron a cerrarse, regresaron a sus moradas en lo alto de las montañas y en los valles ocultos. Allí, retomaron su antigua devoción, construyendo templos donde el cielo se mostraba más puro y la luna parecía descender a tocar la tierra. Aquellos santuarios se erigieron como faros del saber y de la contemplación, lugares donde la energía lunar podía ser comprendida y canalizada. A lo largo del tiempo, estos lugares sagrados se convirtieron en destinos de peregrinación para quienes ansiaban sabiduría o buscaban equilibrio en medio del caos.

Hoy en día, los descendientes de aquella estirpe permanecen como sombras luminosas entre los rincones más recónditos del mundo. Son vistos por muchos como guardianes de secretos olvidados, seres cuya existencia está ligada a los ciclos del cielo y del alma. Raros son, y aún más raros son aquellos que logran ganarse su confianza. Pero cuando el mundo se tambalea y el misterio envuelve al hombre, no son pocos los que alzan la vista hacia la luna, esperando que, una vez más, aquellos hijos de la luz acudan en silencio, como lo hicieron en las eras pasadas.